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Importancia del derecho a la vida en pandemia COVID-19

Si se piensa en lo que es un derecho y en lo que es la vida, es posible caer en la cuenta de que hay algo filosófica o poéticamente difícil en el “derecho a la vida”, consecuencia de una primera e inevitable imagen fisiológica, de necesidad, de un lado, y de la contemplación del paisaje de la vida humana, de otro, que por tosco que sea muestra que esa imagen es sólo un reflejo de una realidad cierta -mínima- de la vida humana, no sólo definida por la carga de la necesidad, con independencia del mayor o menor desarrollo o grado de civilización pues el desarrollo técnico es una cosa y otra es “la vida del espíritu”. No parece que pueda hablarse de un “derecho a las necesidades fisiológicas” o un “derecho a pensar” (como actividad puramente interior del hombre), o “a querer” (voluntad) o “a juzgar” (también interiormente, claro), pues como tales derechos parecen casar poco con lo racional.

La vida, además, no entraña la potencia de una facultad, sino que identifica la existencia física humana, a la que se llega y de la que se va (normalmente) al margen de la voluntad. El hombre no viene al mundo por voluntad propia y en la inmensa mayoría de los casos tampoco se va de él por su voluntad. Lo opuesto a la vida no es la muerte, que identifica más bien un acto (el de morir) y no un estado, o más bien, culturalmente, una sucesión de actos o una situación transitoria (al fallecer una persona se dice que está muerta y cuando es enterrada que murió), de ahí que se diga de alguien que dejó de vivir, no que esté muerto, sino que murió. Lo opuesto a la vida es nada o, mejor dicho, la vida no tiene contrario y en su “ejercicio”, si es que puede hablarse de tal, no puede uno optar por la muerte. El ejemplo de un auténtico derecho fundamental puede ayudar a entenderlo: lo opuesto a la libertad de expresión es «no poder» expresarse y en el ejercicio de ella alguien «puede elegir» no expresarse, y luego puede volver a cambiar de actitud. Esa persona puede luchar por expresarse, «puede» actuar para ello, o «puede» decidir expresarse. Y ese no es el caso de la vida, pues no se «puede elegir no vivir» y luego pretender vivir, pues ese «no vivir» no es vida, es nada, y el «no expresarse» sí es algo, es vida.

Dicho lo cual, puede ya notarse que el reconocimiento constitucional del derecho a la vida no forma parte del acervo jurídico constitucional. Con independencia de las razones históricas y políticas de tal omisión, desde el punto de vista lógico la existencia como tal de un derecho a la vida y su construcción constitucional resulta problemática, haya sido esto o no la razón de tal ausencia. Incluso si se acude al hombre medio (al «average man» del Common Law; quizás el “buen padre de familia” del Código Civil) y se le interroga acerca de qué sea el derecho a la vida, la respuesta habitual será que es el derecho a que se le respete la vida (a que nadie atente contra ella) y en algunos casos, se añadirá (o sólo se dirá), significa que se prohíba el aborto, o (aquí el grado de respuesta inmediata será menor y a buen seguro también el número de respuestas) que se prohíba la eutanasia. Hay, como se puede comprobar, tanto en un caso como en otro, una evocación inmediata a la existencia de una prohibición, algo que no es equivocado como a continuación se verá, y es que, al fin y al cabo el Derecho se vale del sentido común como instrumento del razonamiento para acercarse a la realidad.

El “derecho a la vida” supone, indica e implica (todo ello), podría decirse en una frase tan incorrecta ontológicamente como tan imprecisa para captar la realidad, la existencia misma de la situación cuya continuidad se protege. Por tanto, propiamente no se tiene derecho a la vida, ni siquiera el derecho a “seguir viviendo”. Piénsese en la persona enferma o anciana que sabe que va a morir (o, simplemente, en cualquier persona que sabe que, como ser mortal, morirá); esa persona no puede reclamar jurídicamente la continuación de su vida, como tampoco puede hacerlo el «nasciturus». En realidad, la vida difícilmente puede configurarse como un derecho, sino como la realidad descriptiva de la existencia de las personas, que son las titulares de los derechos. La vida no identifica «una» realidad, es «la» realidad; la vida es la existencia; es, por ello, el presupuesto, no sólo de los demás derechos, sino también del mundo humano, de modo que sólo tiene sentido hablar de cualquier cosa si se está vivo. Por eso el significado del “derecho a la vida” resulta extraño a la configuración de una posición de poder desde la que el ser humano ejerza facultades que permitan identificar el “ejercicio del derecho a la vida”.

Desde dentro del sistema jurídico, puede afirmarse que el “derecho a la vida” no incorpora facultades propias, sino exclusivamente obligaciones ajenas. Es cierto que todos los derechos fundamentales llevan consigo un contenido negativo proscriptivo de obstaculizaciones y lesiones ajenas, y que incluso en algún caso es sólo ése su contenido, como sucede, por ejemplo, con las libertades «ex» artículo 17 CE. Pero además de que en muchos existe un haz de facultades que el sujeto puede ejercitar (lo que no se da propiamente en el caso del derecho a la vida), en todos los casos de derechos fundamentales (si no, no serían tales) existe la posibilidad de acudir a los tribunales reclamando tutela judicial y en última instancia en amparo al Tribunal Constitucional. La posibilidad de reaccionar por el sujeto titular del derecho y con ello obtener la reparación correspondiente, en orden a eliminar los obstáculos para el ejercicio de su derecho o para que se respeten las circunstancias determinantes del estado que define el mismo, es esencial para que podamos hablar de la realidad de un derecho fundamental, es más, para que se pueda hablar incluso de derecho subjetivo.

Piénsese, por ejemplo, en un atentado exitoso contra la vida, es claro que el fallecido ya no podrá reaccionar ante los tribunales. Es el Estado a través del Derecho penal, quien debe actuar, y con el «ius puniendi» no se protege el derecho a la vida del que ha fallecido, algo por lo demás obvio, sino la vida como bien jurídico penalmente protegido. Si el atentado ha sido frustrado, el individuo afectado podrá reaccionar, pero no para restablecer su derecho a la vida, sino para castigar al sujeto que ha intentado matarle, aunque de todos modos lo va a hacer el Estado. Y si es éste el criminal, resulta difícil incluso que esta vía tenga éxito. En todo caso, qué sentido tendría hablar de reacción judicial por el titular si éste vive y no en otro caso o, mejor dicho, de un derecho cuya lesión imposibilita su reacción judicial porque la misma supone la inexistencia.

Así pues, las personas no pueden reaccionar contra los ataques al “derecho a la vida”, como si se tratase de un derecho, porque, como se ha explicitado, no lo es. En el estado actual del sistema de protección, penal por definición, las personas, y no sólo los perjudicados, sólo pueden ejercer la acción penal o simplemente denunciar los hechos para activar el «ius puniendi». Algo que, evidentemente y por lo demás, no puede hacer el «nasciturus». Esto no es sino consecuencia de que no estamos ante un derecho fundamental, sino ante la protección de un valor que por tratarse de un puro prevalor, no se puede configurar como tal.

FUENTE 

https://www.ugr.es/~redce/REDCE12/articulos/11Requena.htm

Tomás Requena López

Letrado del Consejo Consultivo de Andalucía. Profesor asociado de Derecho constitucional. Universidad de Granada.

Madrid -2018.

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